El maltrato sexual infantil es un tipo de maltrato que consiste en cualquier acción intencionada, no accidental, u omisión que pueda hacer daño al desarrollo afectivo-sexual y la sexualidad infantil (López, 2014). El abuso sexual infantil es un subtipo de maltrato sexual, que por su prevalencia y consecuencias, adquiere gran relevancia en nuestra cultura. Aunque no existe consenso para su definición, podemos establecer que se trata de contactos entre un niño y un adulto, o dos menores, cuando el agresor usa al niño para estimularse sexualmente él mismo, al niño o a otra persona. Reflexionamos que el abuso sexual también puede cometerse por otro menor con una diferencia de edad significativa o en una posición de control sobre la víctima. Por este motivo, más que la diferencia de edad, se hace fundamental atender a la existencia de coacción (explícita o implícita) y asimetría de conocimientos, poder y expectativas entre agresor y víctima. En este contexto parece arriesgado considerar la presencia o ausencia de consentimiento e intimidación para tipificarlo. En muchas ocasiones las víctimas no se encuentran en condiciones de oponer resistencia por lo que, a nuestro juicio, no es necesaria la intimidación o la violencia para tipificar un caso como abuso sexual infantil.
El Consejo de Europa impulsó la campaña de sensibilización ‘One in Five’, que pone de manifiesto que 1 de cada 5 niños en Europa son víctimas de alguna forma de violencia sexual. Según publica la OMS en el año 2016, una de cada cinco mujeres y uno de cada trece hombres declara haber sido víctima de abuso sexual durante su infancia. En España, los estudios llevados a cabo con muestras comunitarias y de estudiantes universitarios confirman estas cifras, tanto en el ámbito nacional (López, 1994), como en regiones específicas (Cantón y Justicia, 2008; De Paúl et al., 1995; Pereda y Forns, 2007).
En 2018 se aprobó en España el anteproyecto de la Ley de Protección Integral a la Infancia y la Adolescencia frente a la Violencia que recogería, entre otros avances, la creación de un registro único de víctimas y la ampliación del plazo de prescripción de los abusos sexuales. Aun reconociendo los avances que esta Ley puede suponer, como grupo de trabajo consideramos que sigue siendo insuficiente.
Si bien es cierto que cada día hay una mayor sensibilización en las instituciones, medios de comunicación y entre los profesionales, esta mirada cada vez más atenta no es suficiente. Save the Children (2017) afirma que el 70% de las denuncias por abusos sexuales a menores no llegan a juicio. En cuanto a la victimización secundaria, tras la denuncia, en la mayoría de los casos estudiados el niño tuvo que declarar 4 veces. Los procesos judiciales duran de media 3 años, pero algunos se extienden hasta los 5.
Para avanzar en la protección a la infancia es necesario romper las barreras existentes en la población. Nos encontramos, con demasiada frecuencia, profesionales que a través de sus propios mitos, estereotipos o falsas creencias respecto al abuso sexual infantil, dificultan la detección de un problema silenciado, incluso tabú. Desterrando esos mitos, los datos reales muestran lo siguiente: la violencia familiar existe en todas las clases sociales y resulta especialmente difícil de identificar en la familia, a pesar de que en el 85% de los casos, el agresor es un familiar o conocido de la familia; los abusos duran de media 4 años y solo un 12,3% de los casos conocidos son denunciados; la negación es uno de los principales mecanismos de defensa de las víctimas; la denuncia falsa se sitúa en un 6% de los casos de abuso y en ninguno de ellos provenía del menor; un 14% de los abusos es cometido por mujeres; y no existe un perfil psicológico único del abusador (Echeburúa y Guerricaechevarría, 2005; Pereda y Arch, 2009; Pereda et al., 2012; Save the Children, 2017).
En cuanto a las consecuencias, al menos un 80% de las víctimas sufre consecuencias psicológicas negativas. Aunque no existe un patrón de síntomas exclusivo, puede desarrollarse una amplia sintomatología o la aparente ausencia de síntomas. Éstos pueden aparecer en el medio o largo plazo, configurando los efectos latentes del abuso sexual infantil. Siete de cada diez niños y niñas manifiestan síntomas del abuso sexual a corto plazo, durante su infancia o adolescencia, mientras que entre un 20 y un 30% permanecen emocionalmente estables. Entre las víctimas asintomáticas, se ha de investigar si los síntomas han sido aplazados o si el niño ha sido socializado por el ofensor, y en algunos casos por la familia, para no revelar signos de estrés (Noguerol y Casado, 1997).
El alcance del impacto psicológico va a depender de diferentes mediadores como la relación con el agresor; la frecuencia, duración e intensidad de los abusos; la reacción familiar y social ante la revelación y sus consecuencias; la presencia de sucesos traumáticos diversos en la víctima; el tipo de vínculo de apego con los cuidadores; así como de las estrategias de afrontamiento de que disponga el superviviente.
Como profesionales en contacto con la infancia, somos responsables de la detección y denuncia del abuso sexual infantil. Entre otros, el Código Deontológico en sus artículos 7 y 8, y la Ley Orgánica de Protección Jurídica del Menor, explicitan la obligación legal de comunicar cualquier situación de violencia o riesgo contra la infancia. Es importante adquirir herramientas para gestionar la situación y reaccionar adecuadamente a la sospecha o revelación, así como saber dónde acudir y derivar. Pese al conocimiento de estas responsabilidades, el contraste entre las cifras de prevalencia y detección es preocupante.
De acuerdo con Save the Children (2017) solo un 15% de los casos son denunciados y cuando esto ocurre los denunciantes son ambos progenitores (2,2%), el padre (3%), familiares (5,4%), la víctima cuando es adulta (5,5%), el centro educativo (13%), la madre (46%), u otros (21,1%). A pesar de sus posibilidades de detección, el porcentaje de casos denunciados por médicos o psicólogos solo alcanza el 3,9%. Ante un caso de abuso sexual infantil, el profesional puede sentirse sobrepasado o solo y activar actitudes defensivas como minimizar u ocultar el problema, dudar de la veracidad del testimonio del menor, atribuirlo a sus fantasías; no notificar por no estar completamente seguros, no conocer o no confiar en los servicios de protección de menores; creer que la detección sólo es responsabilidad de los equipos especializados en protección infantil o considerar la intervención como catastrófica (“va a ser peor el remedio que la enfermedad”).
Para combatir estas actitudes, es importante la formación continua y el trabajo personal en el que nos replanteemos nuestra posición ante la realidad del abuso sexual infantil y lo que ésta nos remueve para tener la seguridad de poder asumir eficazmente nuestra responsabilidad en el trabajo con la infancia.
Desde el grupo de trabajo maltrato/abuso sexual infantil queremos sensibilizar a toda la población sobre esta problemática, así como ofrecer información y apoyo a todos aquellos profesionales que lo necesiten para desarrollar una solución eficaz que proteja a la infancia.
Grupo de Trabajo Maltrato/Abuso sexual infantil